En todas las épocas, a través de imperios y revoluciones, Jesucristo ha permanecido como una presencia singular e inquebrantable. No es una figura relegada a la antigüedad ni limitada por las costumbres de la Palestina del siglo I. Al contrario, persiste, no como una reliquia, sino como una fuerza viva que sigue conmoviendo corazones, desafiando sistemas e inspirando innumerables actos de compasión y valentía. La perdurabilidad de Jesús no es un accidente histórico ni un triunfo del marketing. Se arraiga en la profunda sencillez y la profundidad radical de su mensaje: amar a Dios, amar al prójimo, perdonar sin límites y buscar el reino no en el poder, sino en los pobres y los quebrantados de corazón.

A diferencia de los íconos culturales que surgen y desaparecen con las corrientes del gusto, Jesús habla al alma. Sus palabras no dependen de modas ni traducciones. Ya sean susurradas en arameo o impresas en las pantallas de los teléfonos inteligentes, conservan su penetrante claridad. Cuando dice: «Bienaventurados los pacificadores» (Mateo 5:9) o «no os afanéis por el día de mañana» (Mateo 6:34), estas enseñanzas no se desvanecen con el tiempo; cobran nueva relevancia en cada generación. Su voz trasciende el ruido de cada época, hablando directamente a nuestra inquietud, nuestras preguntas y nuestro deseo de algo más duradero que el éxito o el estatus.

Jesús perdura porque no se deja domesticar fácilmente. Se niega a ser la mascota de ningún partido político, sistema económico o movimiento cultural. Siempre está dentro y fuera de nosotros. Consuela a los cansados, pero también transforma mesas. Afirma la dignidad, pero exige sacrificio. Esta tensión evita que se le reduzca a un símbolo y, en cambio, llama a cada generación a lidiar de nuevo con sus exigencias. ¿Es Él quien dice ser? Y si es así, ¿qué significa eso para nosotros ahora?

El arte, la literatura, la música y el cine se han inspirado en su vida con infinita fascinación. Desde las catacumbas hasta las catedrales, desde las canciones de esclavos hasta las sinfonías, desde da Vinci hasta Dorothy Day, Jesús ha sido interpretado y reimaginado, pero nunca agotado. Su historia no solo se cuenta, sino que se vive. Quienes lo siguen no lo hacen para admirarlo desde la distancia, sino para imitarlo, para tomar su propia cruz, para arrodillarse a los pies de los necesitados, para recorrer un camino estrecho iluminado por la misericordia.

En tiempos de paz, Jesús es visto como el maestro silencioso. En tiempos de turbulencia, se convierte en el siervo sufriente. En cada época, se adapta sin cambiar, porque su verdad no se basa en la novedad, sino en las necesidades más profundas del corazón humano. Es a la vez antiguo y nuevo, familiar y siempre sorprendente.

La relevancia de Jesucristo después de dos milenios no se mantiene por la fuerza ni la astucia, sino por la inquebrantable realidad de quién es. Su vida no fue simplemente un acontecimiento en la historia. Se convirtió en una puerta. Y quienes la atraviesan no encuentran un recuerdo, sino una presencia.

Por eso permanece. Por eso Él persevera.

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